Mes: abril 2022

Monstruos americanos – Caá porá

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¡Hola, amigos! Hoy iniciamos un pequeño paseo por monstruos de leyendas americanas. Por ahora tengo preparados algunos relatos sobre seres de la mitología argentina. Después veremos si sigo viajando por el resto del continente. Como sé que una parte importante de los lectores no es de mi país, y como muchas veces, aún siendo argentino, se desconocen, junto a cada relato va una breve descripción del monstruo en cuestión. Aclaro que no estoy recreando la leyenda, estos serán relatos en los que se hace mención del susodicho. Espero que les guste.

El Caá-porá es una criatura fantástica de la mitología guaraní. En el área de la Mesopotamia argentina es un hombre de gran tamaño, velludo, que fuma una pipa hecha con huesos y devora a la gente chupándola.

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Si hubiera sabido…

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¡Hola, amigos! La historia que les traigo nació a partir de la lectura de un artículo sobre costumbres de algunas tribus de África. Como muestra la imagen, hay quienes se enorgullecen de llevar un gran abdomen. No hay un único modelo de belleza, la belleza no es algo estático, ni definitivo.

El que sigue no es un relato realista, no. Es una versión a la que traté de imprimirle algo de humor y me tomé algunas licencias, para recrear algo que le pudo pasar a cualquier desprevenido. Los invito a leerla.

Miembro de la tribu Bodi, de África. Imagen de Internet

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Crónicas urbanas – El poder de la pastillita de «chiquitolina»

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¡Hola, amigos! Hoy les traigo otra anécdota sobre las cosas que nos pasan en la ciudad. Lugar abarrotado de gente impaciente, gente que pierde la paciencia o de gente que no tolera las pérdidas de tiempo o las demoras. Lugar donde se exacerba la ley de la jungla y donde, si se puede, se hace uso de ese poder chiquitito que da el ocupar ciertos espacios.

Imagen de Internet

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Piernas largas

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¡Hola, amigos! Hoy les traigo un relato que participa en el reto del mes de El tintero de Oro de David Rubio. En esta ocasión, homenajeando a un clásico de la literatura detectivesca o como se suele decir, género negro: El halcón maltés, de Dashiell Hammett, del que he visto la película y me encantó. Reconozco que no me siento muy cómoda escribiendo asuntos de detectives. Mi lógica o mi capacidad de hurdir una trama que se vaya descubriendo de a poco no es muy buena. Pero aquí estamos, con la mejor de las intenciones. Espero que les guste o que me perdonen…

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De vecinas, de virus y de alas – Cap. 5 – Aquella tarde

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¡Hola, amigos! Otro episodio más de esta novelita a la que le tengo un cariño muy especial. Ojalá les guste y disfruten de las excentricidades de estas vecinas que fueron sorprendidas por la pandemia en una pensión de mujeres. Pero… no eran todas mujeres… ¿Qué podrá pasar?

Imagen de Internet

Aquella tarde, después de tantos intentos vanos por acercarse a Elisa, Inmaculada se encerró en su cuarto con un fastidio que le llegaba al piso. No podía ser que esa mujer le hubiera rechazado otra barra de chocolate para taza. ¿Quién en su sano juicio puede resistir la tentación del chocolate amargo? ¿Quién sale corriendo y poniendo los dedos en cruz como si lo persiguiera un demonio? Sin dudas, Eliseo era demasiado exagerado y su exageración se le estaba volviendo una traba a Inmaculada, quien necesitaba ganar un poco más de confianza para así desplegar su imaginación en esa cacería.

Sentada sobre su cama, con la mirada perdida sobre el techo del ropero lleno de cajas, Inmaculada estiró un brazo y tomó de la mesa de noche una caja donde atesoraba unas mentas que se ganó en un sorteo de la despensa. Con la delicadeza aprendida de su patrona, propia de una reina, sacó los papelillos metalizados y comió los dulces tesoros. Se sentía decepcionada porque todos sus esfuerzos por verse elegante y enigmática no le daban resultado y la estrategia opuesta de correr tras Eliseo, menos. No era que no tuviera amor propio. Sí, lo tenía, pero era un amor propio que le hacía pensar que si no lo intentaba no se lo perdonaría. Había un viejo dicho: “El no ya lo tienes” e Inmaculada se proponía llevarlo al extremo de hacer locuras por amor. En ese punto estaba segura de lo que hacía. Lo había visto en una amiga de la infancia quien por seguir a su hombre se robó un caballo y lo hizo cruzar el río con salvavidas, porque ella no sabía nadar.

De dónde le había nacido ese amor furioso era algo que se preguntó en ese momento de éxtasis culinario, pero no logró darse una respuesta, porque los amores que aparecen de la nada mantienen el misterio inexplicable de los sentimientos a buen resguardo. Si quisiera saber el porqué se analizaría, pero Inmaculada no creía en el psicoanálisis y, por otro lado, le hubiera sabido a chocolate rancio estropear esa sensación profunda de unidad con el universo.

Tomó la última menta y se recostó sobre la cama mirando el techo. A veinte metros, se encontraba Eliseo. Tal vez estuviera durmiendo. Hacía varios días que no recibía visitas, tal vez porque, al saberse descubierto por ella, sintió que debía cuidarse. La visión de esos cuerpos danzando en deseos la había paralizado, al principio. Pero se había quedado espiando, sintiendo una profunda sensación de engaño al descubrir que esa mujer era un hombre con todos sus atributos. No podría haber reaccionado de otra manera. Los engaños le resultaban odiosos, ofendían su buena fe.

Los amantes ni se habían inmutado. Eliseo la vio por un instante y le echó una mirada amenazadora. Pero, salvo eso, no hicieron nada. Sin embargo, algo de culpa sentiría por haber sido descubierto y al contrario de lo que Inmaculada hubiera hecho, no se le acercó a pedirle disculpas ni a pedirle que guardara su secreto. El que diera por hecho que Inmaculada se mantendría reservada le molestó a la fisgona. Pero lo que no sabía Eliseo era que Inmaculada guardaría el secreto para su propio provecho.

Luego había comenzado el asedio. Las escaramuzas amorosas se sucedieron en todos los rincones de la pensión bajo los influjos del kimono. A veces Eliseo se daba cuenta de que ella lo esperaba, porque veía asomarse unas uñas de gata del borde de la pared. ¿Eliseo habría confundido su acecho con una amenaza? ¿Tendría miedo de que quisiera extorsionarlo con contarle a las otras vecinas y a la dueña de la pensión? ¿Por qué no quería hablar del tema, ni siquiera para saber qué pensaba hacer Inmaculada?

La acechadora sopesó la posibilidad de que su estrategia verbal fuera incorrecta o insuficiente. Debía darle un mensaje claro para que Eliseo no temiera nada malo y le permitiera acercarse con naturalidad. Tal vez un mate y una nota. O una nota pasada por debajo de la puerta. O una nota en una maceta. La nota sería un problema, su ortografía no era buena, se sentía un poco menoscabada por eso. Era una materia pendiente en su vida y la materia que le había quedado sin aprobar en la secundaria. Debido a eso no se había recibido de bachiller.

Pero la nota seguía pareciendo lo más acertado para no generar el rechazo vomitivo del que había sido objeto esa tarde. ¡Escapar haciendo la cruz! ¡Qué desvergüenza! Si ni siquiera era católico, no llevaba un solo crucifijo colgando del cuello, ¡ni una estampita sobre el aparador! Había que reconocer que era dramático. Tal vez tuviera la capacidad para inventar situaciones. Eso atraía a Inmaculada, porque ella prefería una intimidad con juegos de rol, para incrementar la pasión.

Ser una pueblerina no significaba ser mojigata, como la mayoría supone. Hay quienes imaginan que la gente del interior es más buena, más ingenua, más tranquila. Nada más lejos de eso. Por algo se dice “pueblo chico, infierno grande”. Bien lo sabía ella que provenía de una familia más loca que una cabra y con tendencia a la promiscuidad. El tío Antonio había mantenido dos familias en paralelo y, después de su muerte, cuando la mujer legal se presentó a la aseguradora, le dijeron que ella no era la beneficiaria del seguro de vida. Ahí fue cuando saltó la ficha de que había otra mujer. Y la cosa no terminaba allí, porque dos pequeños Antonitos secundaban a la viuda apócrifa.

La cuestión es que la gente del interior tiene las mismas ilusiones y fantasías que los de la Capital y ella lo sabía muy bien. Pero los porteños se creen que se las saben todas y piensan en los demás como seres incompletos o anticuados. Ella lo había comprobado cuando salió con Anselmo, el del aire seductor. Le quedaba bien el mameluco y siempre lo llevaba limpito como si no trabajara. Y, de hecho, no trabajaba mucho, perdía la mitad de su tiempo como guardián de manguera. Dejaba la manguera en el piso y abría el grifo, mientras él, prendía un cigarrillo y miraba a las chicas que pasaban. Alguna que otra se resbalaba y allí estaba él, el guardián, para evitar que la moza se fuera al piso y quedara tan agradecida que le recompensara con un café en lo del Tuerto. Así fue como Inmaculada cayó en su trampa y el romance se inició como un traspié que, como cualquier traspié, quedó en el olvido en cuanto ella recuperó el equilibrio. Sin embargo, duró el tiempo suficiente para que ella se diera cuenta de que él seguía con su treta, conquistando a otras mujeres, pero, también, para que pudiera valorar sus dotes de amante más centrado en el largo de su manguera que en el arte de usarla.

Por eso, la irrupción de ese hombre, imaginativo al punto de mimetizarse con la fauna de una pensión para señoritas, despertó en Inmaculada la llama de una fantasía. Alguna vez se había preguntado qué se sentiría tener intimidad con otra mujer, pero una mujer con una salchicha entre las piernas. Le llamaban mucho la atención los travestis, esa dualidad que no sabía cómo se resolvía, le generaban curiosidad por el misterio de esa naturaleza que habitaba en dos dimensiones. Elisa no era un travesti, pero era lo más parecido a eso que iba a encontrar cerca suyo. Por ese motivo Inmaculada estaba enardecida, montada en una fantasía propia galopando los mismos infiernos de su imaginación.

Ahora, recostada mirando el techo, lograba componer en su mente una suerte de caleidoscopio en el que él aparecía con imagen masculina y luego femenina, con ropas, sin ropas, con disfraces y portando juguetes que a ella le hacía ilusión probar. Y una intensa emoción se abría paso en su pecho para impulsarla a pensar en nuevas formas de acercarse. Nadie resiste el persistente ataque del amor y del deseo. Ni siquiera ese hombre podría. Porque ella, como que se llamaba Inmaculada, lograría que él le prestara atención algún día y con o sin chocolate, le embadurnaría el alma para que fuera solo de ella.

(C) Meg