Crónicas urbanas – La odisea del paraguas

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¡Hola, amigos! Llegó el otoño por estos lares y, con él, las lluvias, el viento, los resfríos… Salir bajo la lluvia nos da mucha fiaca, pero hay que tomar coraje y hacerlo. Sin embargo, nuestro aliado, el paraguas, no siempre está de nuestro lado. A veces parece que nos juega bromas pesadas y pone a prueba nuestra paciencia.

¿Dónde meto el paraguas? Es una pregunta frecuente los días de lluvia. Sobre todo, cuando uno sube al colectivo, al tren o al subte y comienza a dejar un charquito sospechoso a su lado.

¿Vieron que los paraguas ocupan más espacio cuando están mojados? Claro, se hinchan con el agua que absorben y parece que duplican su tamaño. Es así como se vuelven indomables, irreductibles, capaces de dar batalla y hasta de provocar una torcedura de muñeca o la rotura de una uña.

¿Vieron que uno trata de ponerlos de costado, pero siempre moja a alguien? Nadie se salva de la mirada de soslayo cargada de odio de una señora mayor o de un señor que usa traje. O tal vez uno empieza a sentir que se le moja el pantalón y pasa unos minutos incómodo tratando de que la mancha de agua no se extienda demasiado, mientras el vil adminículo parece disfrutar de estar haciéndole una broma.

Ni qué decir de las veces que la traba automática se falsea o queda mal enganchada y el paraguas mojado se quiere abrir solo en medio del transporte como si fuera un alien que quiere salir a la luz… ¡Horror! ¡Señora! ¡Tenga más cuidado! Se escucha, y una quiere evaporarse, desaparecer por arte de magia como un conejo en una galera.

O los días de viento y lluvia, en los que ninguna varilla soporta el vendaval y es fija que siempre hay otro al que casi le sacamos el ojo.

Los días de lluvia son hermosos para quedarse en casa arropadita o en pantuflas. Pero salir a la calle suele ser la norma y entonces nos preguntamos quién inventó el adminículo que es capaz de convertirse en un arma.

Si el paraguas es grande, siempre estorba. Uno engancha el mango curvo a su antebrazo y el muy tunante se pone en posición de “en garde”. Si es pequeño se nos escurre de las manos y tampoco lo podemos poner dentro de la cartera porque nos moja todo el contenido.

Pero hay toda una cultura detrás del paraguas que elegimos. Los que prefieren paraguas grandes parece que son de la vieja escuela. Sobre todo, los hombres, quienes pueden cobijar bajo su protección a algún alma distraída que olvidó que la lluvia moja y de paso pueden lucir el adminículo que da cierto señorío, al estilo Los vengadores. Los de paraguas chicos, diría que gustan de la tecnología, un disparo y el pequeño artefacto se despliega extendiendo las alas. Me hacen pensar en algo más actual como Misión imposible.

Gustos aparte, cuando llegás a la oficina todos pasan las mismas penurias, hay que encontrar un lugar donde ponerlo a secar y que no moleste. Entonces cada vez que vas al baño tenés que hacer un curso para caminar entre los paraguas abiertos y evitar pisar los charcos para no resbalar en el suelo.

Nunca falta quien diga: “es de mala suerte tener el paraguas abierto bajo techo”. Esas personas no entienden la odisea del paraguas. Es muy probable que anden con una bolsita para poner el paraguas mojado y luego salpiquen a quien se presente, cuando lo vuelven a abrir.

Pero si lo pusiste a secar… Lo peor de todo es que corrés serio riesgo de olvidarlo. Como a la hora de salida suele suceder que dejó de llover, somos muchos los que lo dejamos de seña y solo lo recordamos cuando la lluvia traicionera nos juega otra mala pasada antes de llegar a casa.

Entonces, yo me pregunto: ¿Por qué no volver a usar piloto y sombrero?

¿O acaso un poco de agua nos puede detener?

(C) Meg

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