El zapatero y la modista
¡Hola, amigos! Hoy les voy a presentar una pareja que funciona de maravillas. A veces el amor se entrelaza con el trabajo, o el trabajo abre las puertas del amor. Nunca se sabe. Algunos piensan que el amor se encuentra en el complemento, otros, en el opuesto. No hay fórmulas que permitan anticipar un romance. A veces se encuentra a la vuelta de la esquina, otras, un poco más lejos. Pero no los entretengo más. Los dejo con la historia. Espero que les guste.
El día en que Agustina Cortes recibió su título de modista por Internet, no imaginó cuántos cortes tendría que hacer hasta encontrar el amor. Tampoco supo que lo encontraría muy cerca de su casa, gracias a una cinta de raso.
La vida de una estudiante ya es, de por sí, atareada. Más, cuando se estudia a través de la red, porque prácticamente se está conectado todo el día y, si no es con la computadora, es con la tablet o con el celular. Agustina, como buena estudiante, pasaba horas leyendo instrucciones, copiando moldes, cortando y haciendo pruebas sobre su maniquí de lana, al que ella misma había tejido y rellenado con espuma de nylon. El resto del tiempo lo empleaba en recorrer las tiendas especializadas, donde conseguía piezas de tela, puntillas, hilos y otros elementos.
De esa suerte, nunca tenía mucho tiempo para salir y, cada vez que lo hacía, parecía que el destino quería que actuara como modista de emergencia. Como llevaba su tijera, hilo y agujas consigo, acudía ante las más inesperadas emergencias y reparaba un ruedo roto o pegaba un botón caído o, incluso, zurcía un desgarro en alguna manga de camisa, en los lugares más inesperados: colas de cines, camarines de teatros, cocinas de restaurantes étnicos, incluso, en la plaza cuando a un chihuahua malhumorado se le rompió la capita.
─Las mujeres que llevan tijeras en su bolso son de temer ─le había dicho un hombre que conoció en un bar.
Y, como si hubiera vaticinado su futuro, Agustina pasó mucho tiempo sin conocer a nadie que se adhiriera a su corazón como tela de abrojo. Los hombres corrían, como si ella fuera Freddy Krueger, o simplemente se alejaban presintiendo una herida punzante en su corazón.
A pesar de sus fracasos amorosos o justamente a raíz de ellos, siempre entusiasta y detallista, la modista hizo crecer su industria y pronto se instaló en un local sobre una calle concurrida de su barrio.
…
Juan Moldes llevaba algunos años creando zapatos a medida. Había iniciado su negocio armando alpargatas de yute y ojotas de cuero. Pero su afán innovador lo había llevado al terreno de las zapatillas deportivas.
Noches y noches se había desvelado diseñando las mejores zapatillas de carrera. Pasaba tanto tiempo en ello, que le quedaba poco tiempo para incursionar en el amor. Y cuando salía con una chica, él no podía esconder su maña de examinar con ojo clínico los pies de la susodicha. Es muy difícil soportar un examen de pies en la primera cita, sobre todo cuando no se tiene la costumbre de lustrar los zapatos con frecuencia o no se les pone desodorante cada vez que se usan. Y las elegidas de Juan, no se sabe si por miedo o por pudor, escondían los pies bajo la silla y, una vez que habían cenado, salían corriendo, dejando una estela de polvo detrás.
La vida de un zapatero puede ser muy interesante cuando hace zapatos a medida. Llega a conocer el pie humano tan bien que puede enderezar arcos vencidos y disimular juanetes descarados. Más aún, cuando sus principales clientes son deportistas quienes, como se sabe, dan uso intensivo a sus pies. Todo eso despertaba pasión en Juan y por eso no se desvelaba por el amor. Él solo lo veía como algo que, si se encuentra, bien, y, si no, también. Eso se decía a sí mismo cada vez que se miraba al espejo y recordaba a la última chica huyendo de él.
La cuestión fue que, en sus largas noches de insomnio, cuando dejaba vagar su mente pensando nuevos diseños, se entretenía tejiendo una trenza de cinta de raso de las que usaba para sujetar las cajas de zapatos.
Y ocurrió que un día, Agustina necesitó cinta de raso para decorar un vestido que le habían encargado. Recorrió todas las tiendas de la zona y más lejos aún, pero no encontró lo que buscaba. De regreso a su casa, al pasar por una zapatería, vio por la vidriera al zapatero que pensaba y tejía una cinta igual a la que ella precisaba.
Inmediatamente entró al negocio y le pidió al hombre que le vendiera parte de su cinta, al tiempo que sacaba sus tijeras de la cartera para realizar el corte justo que necesitaba. El hombre no se dejó intimidar por las tijeras, se negó a entregar el material y no le dio una explicación. Simplemente le dijo que no podía desprenderse de ese trozo de tela.
La modista tampoco se impresionó ante la negativa del hombre que no dejaba de examinar sus pies como si sus ojos tuvieran rayos X. Es más, le resultaba graciosa la forma en que movía su nariz mientras la miraba. Además, le llamó la atención que usara un chaleco tejido igual al de su maniquí.
Y, como, a veces, las personas tienen motivos que ni ellas mismas conocen, solo le pidió que lo pensara bien y le dijo que volvería al día siguiente para saber si había cambiado de opinión.
Durante la noche los dos durmieron con sueños. Ella soñó que terminaba el vestido con una cinta hecha por ella misma, cortando y uniendo siete colores como los del chaleco del zapatero y él soñó que hacía unas zapatillas con las cintas trenzadas sobre las pantorrillas de unas piernas iguales a las de la modista.
Al día siguiente, Agustina terminó el vestido y Juan vendió las nuevas zapatillas. Los dos olvidaron el incidente del día anterior y siguieron su vida recordando cada tanto ese momento en que se vieron, pero no se atrevieron a pedirse el teléfono.
Parece que el destino se empeñó en unirlos, porque la clienta de la modista fue la misma que le compró al zapatero sus novedosas zapatillas. El día de la fiesta lució el conjunto y recibió tantos elogios que pensó entonces en reunir a los dos artesanos, para que le hicieran nuevos diseños en conjunto.
No todas las historias son historias de amor. Pero dicen que algo de eso hubo por allí, porque, a partir del día en que Agustina le cortó a Juan un hilo que le colgaba del puño y él le enseñó el truco de poner los zapatos nuevos en el freezer para que estiren, decidieron trabajar siempre juntos.
Al parecer a nadie le extrañó que una modista y un zapatero pudieran enamorarse, lo que nadie pareció creer fue que Cortes y Moldes fueran, además, sus nombres. Un gran letrero anunciaba el nombre del local compartido: Cortes y Moldes. No tuvieron problemas en elegir el nombre del negocio, pero no se pusieron de acuerdo, aún, en la leyenda de abajo: él insiste en “El calce perfecto”, mientras que ella quiere poner: “Confecciones a la medida”.
(C) Meg
29 agosto, 2021 en 4:13 pm
Quizá en un futuro, necesiten, ambos, de un abogado matrimonialista.
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29 agosto, 2021 en 4:16 pm
Nunca se sabe, Cabrónidas. Hay muchos finales posibles. No descartes un final macabro o siniestro jaja. Un abrazo
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31 agosto, 2021 en 10:35 am
¿Y el Corte Moldés jugando con el nombre del personaje de Hugo Pratt? Cuando fui redactor publicitario era divertido buscarle nombre a las tiendas.
Es un texto hermoso.
Un abrazo.
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31 agosto, 2021 en 10:51 pm
Muchas gracias, Dr. Krapp!!! A veces buscamos rimas o juegos de palabras en todo lo que vemos. Hoy justamente me surgió una con el nombre de una compañera de trabajo. Es una virtud y una condena, porque, a veces puede caer mal. Jajaja Pero si te pagan por hacerlo….
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