Voladora
Él la encontró un día de tormenta. Estaba mojada de pies a cabeza al costado de un árbol. Parecía caída de una rama y más chiquita de lo que era a causa del pelo llovido y los ojos de almendra abrillantada. Él iba con un paraguas enorme y le ofreció cobijo. Salieron bajo la lluvia cantando bajito. Ella le contó que se había caído en su último vuelo y él que andaba vagando sin rumbo fijo. Se enamoraron inmediatamente. Con la fuerza del vendaval que los había unido.
Pasó el tiempo y ella se repuso. Él volvió a encontrar un camino. Vivían felices los dos. Excepto los días de brisa fuerte en que ella desaparecía y él no la podía encontrar. Hasta que él un día vio que cada vez que podía, ella levantaba vuelo y desaparecía, sintió miedo de que ella no volviera y comenzó a idear un plan. Al principio le decía que los vientos estaban cada vez más traicioneros, que las bandadas que antes pasaban ahora no se veían más. Pero eso no la hizo desistir. Luego le dijo que los polos magnéticos de la tierra estaban cambiando y eso haría que los radares fallaran. Ella lo miraba incrédula y seguía con sus vuelos. Al rato lo miraba y su mirada de amor lo tranquilizaba por un momento. Pero luego él volvía a la carga con nuevas razones. Le mostró que había lugares por donde pasaban aviones y era peligroso andar. También había cerca un campo de tiro y más allá un lugar donde los chicos jugaban con barriletes. Toda esa información lo único que logró fue que ella cambiara de ruta.
Él seguía angustiándose cada vez que empezaba a soplar una brisa. Hasta que un día no pudo más y le regaló una pulsera. Tenía una cadenita preciosa que iba enganchada a una piedra. Ella no se dio cuenta hasta que fue tarde. De repente se vio atada a esa ancla terrestre que sus alas no lograban levantar. Pero como lo quería mucho pensó que cuando él se tranquilizara le sacaría el grillete.
Él se fue cansando de verla con su cara de tristeza, con su expresión de alerta cuando soplaba una ventisca. Y fue así que empezó a irse a dar una vuelta, primero unos minutos, después una hora, finalmente toda la tarde y hasta la noche. Ella seguía marchitándose. Poco a poco el amor que se tenían se transformó en algo de lo que los dos querían huir. Un día hablaron. Ella le pidió que la soltara, pero él no quería reconocer que la tenía atada y decidió ignorar su pedido.
Y pasó que un día un hombre muy particular pasó por la casa y la vio. El hombre reparó inmediatamente en su grillete dorado. Se acercó y se presentó: “soy cerrajero”, dijo, “yo puedo ayudarte, ¿por qué te tienen aquí?”. Ella le explicó su afición a volar y el miedo que eso le causaba a su compañero. El cerrajero la escuchaba atentamente y cuando terminó de convencerse de que ella quería ser liberada, abrió la cerradura. Luego le comenzó a contar una historia de duendes que se dedican a liberar gente atrapada y le dijo que él no volaba pero admiraba su capacidad de volar. Como ella se sentía torpe después del encierro, fueron hasta una colina donde ella desplegó sus alas por un rato. Al principio se tropezaba, se le chocaban las alas, pero el duende le fue enseñando a manejarse nuevamente.
Juntos disfrutaron de una tarde de amistad sincera. Y poco a poco ella comenzó a ayudarlo. Lo primero que tuvo que aprender fue a reconocer que hay personas que no desean ser liberadas. Porque hay cautiverios voluntarios y otros forzados.
De él nunca más supo nada, como si se lo hubiera tragado la tierra. Sin embargo él, cuando soplaba una brisa, la seguía recordando.
7 septiembre, 2016 en 11:16 am
Precioso cuento, Mirna, con una sabia moraleja, el amor nunca puede ser entendido como una posesión o dependencia, tal como así lo entendía el protagonista, así como también las consecuencias que de ello derivan pueden arruinar la ilusión y la vida de quien pacientemente lo soporta.
Me gustó mucho esta ambientación poética que le has dado a tu bella historia de amor con un final esperanzador.
Un abrazo grande.
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7 septiembre, 2016 en 11:51 am
Gracias, Estrella. Un abrazo para vos.
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